Crítica a De laboris de Pierre Gonnord
Bocas entreabiertas, ojos como platos y manos encogidas. Esas son las expresiones que se observan en la planta -1 cuando los visitantes bajan los últimos escalones del Museo de la Universidad de Navarra. En frente, presiden el pasillo tres miradas penetrantes y congeladas en unos cuadros. Se trata de un trío de retratos fotográficos de gran tamaño que cuelgan de la pared enmarcados en un marco negro y fino que pasa desapercibido. La iluminación individual, mediante focos sobre cada retrato, que solo incluyen un busto de un hombre sobre un fondo oscuro, entrega el protagonismo necesario a cada uno de ellos. Con estos tres hombres empieza la serie De laboris del fotógrafo Pierre Gonnord.
En un primer vistazo —cuando no conoces nada de la exposición, ni sabes quiénes son estas personas, ni te has fijado detalladamente en sus facciones—, se vienen miles de ideas solo contemplando sus miradas. Por la mente pasa la posibilidad de que las tres sean la misma persona, pero en diferentes etapas vitales; en la izquierda de joven, en el medio de niño y en la derecha de adulto. Incluso se puede llegar a pensar que estén hechas con inteligencia artificial. A lo lejos, la piel parece tan lisa y tan brillante que lleva a pensar que resulte imposible que lo haya captado una cámara. Los tres miran directamente al objetivo y parece que en cualquier momento van a saltar fuera del cuadro. En el pasillo parece que solo existen ellos y quien se atreve a mirarles a los ojos. Porque, ¿qué hay más humano que el rostro de una persona? ¿Acaso no es la mejor forma de acercarse a su alma? Según Cicerón, el rostro es el espejo del alma, y los ojos, sus delatores. Sus ojos gritan trabajo, pobreza, preocupación, incertidumbre, hartazgo, miedo, muerte. Y también que hay que acercarse más porque observarles desde la distancia no sirve para conocer su historia.
El primero que llama la atención es el niño, en el cuadro del medio. La luz con la que se tomó la fotografía ilumina parcialmente su cara e intenta hacer que pase desapercibido el moreno de su piel. Sin embargo, se deduce perfectamente y, además, se distingue una cicatriz en la parte baja del pómulo derecho. ¿Se lo habrá hecho en el trabajo? ¿Tal vez se lo ha hecho algún hermano? ¿Y sus amigos? Tiene el pelo rizado alborotado, la nariz recta y los labios marcados. Solo se observa la parte de arriba de la chaqueta de cuero arrugada con la que va vestido. Le brilla la mirada, pero no son los ojos de un niño que durante las tardes juega en el parque con sus amigos. Es la mirada de alguien perdido, indiferente, que no entiende qué hace ahí. En el suelo, a los pies del cuadro, está la descripción: “Sandro. 2012”.

A su izquierda, el cuadro del joven. Ahora, tan de cerca, la idea de que son la misma persona se disipa. El chico tiene la misma nariz recta, pero los labios están menos marcados y su ojo izquierdo se desvía ligeramente hacía el interior. Sin embargo, lo que marca la diferencia es la cicatriz. También tiene una en el mismo pómulo, pero algo más arriba que el niño. Lleva, además, barba, una cadena tensa alrededor del cuello y una chaqueta de cuero. La ambientación de la fotografía es la misma que en la anterior: media cara iluminada y predominan los colores oscuros (negro, marrón y gris). Hay algo que le diferencia de los otros dos rostros. Es el único de los tres hombres que sonríe. De manera tímida y con los labios entreabiertos enseñando las paletas. Luís, fotografiado en 2013, es el único que trata de aparentar algo de alma a través de su leve sonrisa.

Por último, Antao, el más mayor de todos, pero que no pasará los 50 años. Tiene el mismo pelo rizado que Sandro, pero más graso y por el que empiezan a asomar algunas canas. Tiene los labios cortados y se aprecia el sudor en la frente. Alrededor del cuello lleva un pañuelo gris. Su mirada es la que más temor e incertidumbre transmite. Y más si se compara con el intento de sonrisa de Luís.

Si retrocedemos unos pasos atrás, ya no vemos lo mismo. O mejor dicho, no lo vemos de la misma forma. Las obras de Pierre Gonnord tienen como temática el trabajo ejercido por un grupo de personas seguras de sus raíces en entornos olvidados por la sociedad. Los retratos son sencillos. Uno se puede imaginar al fotógrafo extendiendo una sábana oscura y pidiéndoles a estos tres hombres que mirasen fijamente a la cámara durante varios segundos. A Gonnord no le hace falta utilizar colores llamativos, ni complicados juegos de luces y sombras, ni que las obras estén tituladas con nombres abstractos. Ni siquiera que aparezcan varias personas en un mismo retrato. Nada más. Pero es todo. Todo lo que estos hombres son en sí mismos. Los tonos oscuros por el miedo, la grasa y el sudor por el trabajo, la suciedad en la ropa por la pobreza, la cicatriz por la experiencia. Todo reflejado en miradas que parecen vacías, pero que esconden un alma y una historia. Una historia que solo te pueden contar unos ojos chivatos, si miras directamente a ellos con paciencia, cariño y empatía.
Crítica para la asignatura de Comunicación y crítica cultural de 4º de Periodismo de la Universidad de Navarra

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